domingo, 2 de enero de 2011

Rincones oníricos

Un hombre se desliza por un pasillo largo, verde, con ventanas y sin puertas. Una mujer llora en un rincón la vejez de su vestido naranja, frágil. Él camina junto a la repisa por un cuadro descentrado transitando sus lágrimas que golpean contra el piso mojado, resbaladizo, frío. Ella, pequeña, lejana, corre furiosa sobre su vestido sujeto por finos hilos que penden del alto techo de la habitación. Sus ojos perciben una sonatina detrás de las ventanas, detrás de los cristales, de los viejos y ásperos retazos de tela. Ellos cruzan sus miradas en el zaguán en busca de aquellas manos que se deslizan en el piano, en busca de aquel sonido que acaricia sus cabellos. Bailan, cantan, ruedan, son frágiles, diminutos. Él llora, descansa, recoge el vestido naranja para cubrirse y dormir. Las manos se sueltan, la mirada busca el piso para acabar, allí, en el frío ventanal. Abandonan el lugar sin palabras, sin rodeos, sin escritos. A lo lejos, una niña oye una melodía que se refugia en un retazo de tela naranja, en un pasillo solitario alumbrado sólo por las luciérnagas que danzan.

En las orillas

Los pétalos que trae el mar transforman tu destino
en una lágrima de arena y sal.
Eterna, efímera, ausente.

Huir

Caminan lentamente hacia atrás observando con cuidado la tranquera. Deslizan unas palabras en un murmullo, las últimas, las más tristes, las del comienzo. Corren, se esconden detrás del color, para así, sin prisa, levantar vuelo hacia los arboles que florecen al final del sendero.